Corazón solidario
En un pueblecito de Jaén, vivía un niño llamado Carlos.
Carlos era risueño y educado. Era amigo de sus amigos y apenas se enfadaba por
nada. Le gustaba mucho viajar y contar historias que sabía gracias a su padre y
a su abuelo, y le enseñaban sobre todo cuentos con moraleja, que eran los
que a él le hacían reír y reflexionar.
Un día, se fue con sus padres a pasar las vacaciones a un
pueblo de Madrid, que es donde vivían sus tíos. Hacía mucho que no los veía y
le dio mucha alegría volver a verlos. Al día siguiente, decidieron hacer una
ruta turística para conocer la ciudad. A Carlos le gustaron todos los edificios que vio, pero hubo uno
que le llamó mucho la atención, y decidió entrar a verlo. Era grande, tenía muchas
habitaciones y enormes ventanas. Avanzó por un pasillo, donde había varias
salas y no se lo pensó dos veces y entró a una de ellas. En su interior
encontró a varios ancianos jugando a las cartas y viendo la tele. Estaban tan
distraídos y divertidos que ni se dieron cuenta de que aquel niño había
entrado. Carlos decidió acercarse a uno de ellos, y al anciano le dio alegría saber
que ese niño quería hablar con él. Alfredo, que así se llamaba, conversó largo
y tendido con Carlos. Ya era la hora de irse y Carlos se despidió de él; no
había hecho nada más que poner un pie fuera y ya estaba pensando en volver.
Se había quedado con la duda de saber cómo se llamaba aquel
edificio, y lo primero que hizo al llegar a casa fue preguntárselo a su padre,
y descubrió que era una residencia de ancianos. Él nunca había oído hablar de
ese lugar porque en su pueblo no había una residencia.
Carlos iba todos los días a visitar a Alfredo, los dos se lo
pasaban muy bien juntos e incluso hacían bromas y gamberradas que a los demás
ancianos le hacían pasar una tarde de lo más divertida. Carlos le daba mucha
alegría a aquel sitio y todos los ancianos lo querían mucho y notaban su
ausencia. A él no le costaba nada ir a
visitarles, al contrario, le encantaba y no ponía ningún impedimento. Cada día,
cuando iba a la residencia a los ancianos se les dibujaba una sonrisa que no le
cabía en el rostro, era como si todos tuvieran un nieto en común. Llegó
septiembre, y con él se fueron las vacaciones, y Carlos tuvo que despedirse de
Alfredo y los demás ancianos de la residencia.
Aunque al principio estaban tristes luego lo asimilaron
porque Carlos le dijo que cuando pudiera iría a visitarlos y harían de las
suyas como siempre. Pronto comenzó el colegio, y Carlos volvió a ver a sus amigos. En su pueblo, había ancianos que estaban
solos porque sus familiares estaban lejos o simplemente porque no tenían.
Después de las clases, él iba a visitarles y le dio pena que no tuvieran a
nadie que les cuidara y jugara con
ellos. Entonces pensó que por qué no construían una residencia de ancianos en
su pueblo. Cuando se lo contó a sus
padres a ellos no le pareció tan mala idea, y llegó a oídos del alcalde del
pueblo; aunque nunca lo había pensado, creyó que era una magnífica idea, y que
no solo le ayudaría a los mayores sino que también originaría puestos de
trabajo.
Después de un tiempo, llegó el día de inaugurar la residencia
y todos los habitantes del pueblo acudieron a la cita. El alcalde pensó que
sería lo justo que Carlos cortara el lazo de inauguración, ya que había sido el
responsable de que el proyecto se llevara a cabo. Pronto la residencia se llenó
y gracias a Carlos el colegio se puso de acuerdo para que todos los miércoles
los niños fueran a visitar a los
ancianos, porque también era una forma de aprender que los niños y los ancianos
intercambiaran historias y vivencias. Carlos fue un ejemplo para los demás niños
y también sacó una enseñanza de todo esto: da y recibirás, el dio compañía y
felicidad a los que se sentían solos y recibió su alegría y la satisfacción de
haber hecho algo bueno por los demás.